En la esquina de la casa hay un
arbusto con flores de velo blanco, que suelta azúcar como si de eso se tratara
su existencia. Está siempre llena de bichos que dejaron de existir en otras
partes y en otras edades, cuando los ojos empiezan a mirar el cielo. Incluso,
cuando dejamos la ventana abierta, la miel viaja como un ángel a darnos abrazos
de primer amor, invitándonos a salir a hacer nada: a pasearnos bajo las ramas
heladas de primavera, a pisar los pétalos que le arranca el viento con el
vaivén más gentil calle arriba. Amábamos hacer nada hasta que nos llamaban a
gritos, con promesas de comida y de tele con control remoto, pero seguíamos
pensando en las flores con la fiebre de quien quiere seguir repitiéndose
tallarines con salsa solo porque son tallarines con salsa.
Nos inventábamos historias y juegos en la calle, incluíamos al arbusto sin nombre como si fuera alguien más, lo invitábamos a los paseos de los primeros soles de fin de año. Decíamos que nos daba poderes y dibujábamos siluetas en papeles de cuadernos que se parecían, a veces, a los paracaídas de paz que colgaban allá, en la mata de la esquina de la casa.
Teníamos una especie de amistad, por eso nos mostramos en completa confusión cuando llegamos un día con una rama del arbusto, ese de la esquina de la casa. No supimos a quién enjuiciar, ni exigimos respuestas entre nuestros ojos dilatados de adrenalina culpable, simplemente observamos el tesoro pirata en nuestras manos sucias, mordiéndonos las bocas sin querer romper la magia negra que nos había llevado hasta ese punto.
Pusimos el cadáver de oro en un vaso huacho en el living, para poder mirarlo como pajarito en jaula. Nos quedábamos largos ratos sintiendo el aroma de nuestro ángel cautivo, riendo como esperando algún castigo que atrasaba su llegada y alargaba nuestra euforia. Cada vez que pasábamos por ahí nos deteníamos a pegarnos codazos y a levantarnos las cejas, bailando en nuestra propia espiral de victoria, revolcándonos en el botín de miel.
Sin embargo, al día siguiente, nos despertamos con el aroma de la muerte pateándonos las canillas y tirándonos las patas. Bajamos a ayudar al resto a buscar la fuente del olor, lamentando por adelantado la muerte de alguna golondrina a manos de la matapajaritos. No encontramos nada.
Cuando nos sugirieron entre cabeceos de desaprobación que tal vez era la rama prisionera, quisimos defender el honor de quien era lo más primer amor que habíamos tenido hasta entonces, pero cuando nos acercamos para demostrar nuestro punto con acciones, casi morimos de arcadas.
No entendíamos cómo podía oler de esa manera la flor dulce que nos daba sombra en nuestros reinos maravillosos todos los días, pero mientras veíamos como sacaban de su confín a nuestra cautiva, más sentido tuvo que se hubiera amargado para vengarse de nuestra traición. Lloramos de arrepentimiento porque qué más se puede hacer en esos casos, y como respuesta a nuestra súplica lluviosa, nos sugirieron dejar nuestro tesoro al sol hasta que botara las semillas del perdón.
Brotó un arcoíris en nuestros corazones.
Así fue como la flor se liberó de
la jaula dorada en cual la habían puesto quienes creyó que la amaban, les
perdonó su ofensa mientras crecía en la tierra, con las últimas nubes de la
temporada. Le mandó cartas dulces a sus hermanas de la esquina, cuando pudo
quitarse el velo de la asunción, mientras las princesas caballero que tantas
historias le habían contado, la observaban con timidez desde las ventanitas del
arrepentimiento. Les atrajo con su canto sordo de miel, les meció en el ensueño
de sus pétalos y les entregó relatos de tierras que solo visitan las abejas,
cuando fue lo suficientemente grande como para no ser prisionera nunca más.
Solo entonces les pudo decir su nombre.