Es borroso el punto en que ocurrió. Tampoco importa realmente, la emoción que acompañaban a los números de la edad se desvaneció junto a todos los insectos que habían adornado los atardeceres en esos tiempos. Allá en la infancia, que es más un lugar que una época, solía juntarse con sus secuaces.
Se reunían con las armas de su pasión pirata y se sobaban las manos pensando en el botín, repasaban el plan y compartían conocimientos una última vez antes de partir.
Cazaban y se daban puntajes al examinar sus presas atontadas tras los golpes de flores silvestres y manos sucias. Uno si eran chinitas, chanchitos de tierra y lombrices, dos por los saltamontes y grillos, tres por san juanes, pololos y tijeretas y cuatro por las mariposas. Las mariposas eran cosa seria, no por la dificultad que representaba enjaular sus alas pestañeantes sino porque el corazón se resistía a encadenar una belleza tan efímera. Solo quienes se reclamaban feroces y sangre fría tenían lo necesario para volver con alguna, siempre con los ojos rojos, tras llorar. Era la representación en escala de la vida misma.
Tenían, entre los matorrales, distintos terrarios donde dejaban los tesoros hasta su último respiro. Sin saber cómo alimentar a los prisioneros, o cómo recrearles apropiadamente un hogar que les diera unas ganas de vivir que duraran más de un día. Cuando se apagaba y prendía el sol, y volvían a ver la ciudad de cárceles verdes que tenían en su guarida, se encontraban a la población entera en las mandíbulas de las hormigas, que eran el sinónimo de la muerte en ese reino de mil ojos y alitas tornasoles.
Se quedaban en silencio sin ponerse de acuerdo, como si aprendieran algo importante y luego iban por más bichitos, como si hubieran olvidado todo.
Y fue en una de esas excursiones por el potrero que se encontraron una araña de plata, con caparazón de rosa y el tamaño de un vaso lechero, se reunieron en torno a ella y le pusieron un nombre que pudo ser el de un dios. Tuvieron miedo, pero sobre todo tuvieron deseo, y entre miradas afiebradas se dieron la señal para atrapar a la araña entre las ramas de flores amarillas y apulgonadas. La araña sin embargo, esquivó los tallos con un tango y picó a cada uno de sus atacantes en una extremidad diferente.
Se fueron derrotados, viendo hormigas y moscas por todo el camino.
No se volvieron a encontrar, ni entre ellos ni a la araña de plata rosa, porque nunca jamás pudieron volver a ver un bicho frente a sus ojos. Entendieron que había sido obra de la araña y sintieron vergüenza: era la maldición de la derrota merecida, calculada por las estrellas. Los saltamontes y las chinitas desaparecieron como si hubieran sido amigos imaginarios, y la pandilla se disolvió como pajarito caído del nido en la tierra mojada de principios de noviembre.
Solo podían ver las hormigas, las moscas y las polillas. Con el tiempo las encontraron hermosas, las respetaban en ese reino de monócromos. Se olvidaron de la araña y en sus bocas solo quedó el sabor amargo de quién sabe que hizo el mal, pero le huye el nombre de su pecado. A veces el hechizo se desvanece a ratitos, por la acción de una flor piadosa, ven un bichito de colores y se ponen a llorar.