lunes, 1 de octubre de 2018

Cosas verdes

En esa región del mar solo había cosas verdes, por eso, la escala de esa tonalidad se cuadriplicaba en comparación a otras zonas, donde cultivaban otros colores. Ella era una sirena trabajadora, plantaba algas, las suficientes como para satisfacer las necesidades de verde de todo el mundo. Trabajaba desde que tenía memoria, primero jugando y ahora, ahora simplemente lo hacía. Había pasado tanto tiempo así, que todo su cuerpo había comenzado a adquirir el color de su huerto acuático. Los días pasaban en paz, junto con las otras verdes, sirenas como ella.  
O eso pensó. En la monotonía, era fácil saber cuando alguien no se sentía bien, por eso se dio cuenta que algo le pasaba a Esmeralda. Ida como nunca, contando las burbujas que se escapaban de las escamas de las demás, pasando a llevar las raíces de las algas que todavía no debían cosecharse. De preocupación, la siguió un día de vuelta a su nido, sin saber escoger el momento adecuado para preguntarle sobre las distracciones que tenía en su corazón. 
Y como las sirenas no tienen el concepto de paredes ni de encierro, la vio ahí, poniéndose collares de infinitos colores cuyos nombres ni conocía. No recordaba a Esmeralda tan bonita, se quedó extasiada pensando en que, una sonrisa así, debería ser un color por sí misma. Jade se fue a su propio hogar sin dejar de revivir la floración en los labios de la otra sirena y, al otro día, al saludarla, no pudo mirarla a los ojos.
Jade dejó de sentir su cabeza como en constante marea solo cuando, al final de la jornada, le habló a Esmeralda. Le pidió disculpas por haberla seguido y le explicó la razón, le dijo también que era hermosa, y la piel verde (como todo en ese lugar) de ambas sirenas oscureció hasta la más profunda de las sombras.
Ese intercambio de palabras las volvió amigas: hablaban de colores que no eran huevos del verde y sobre lugares que estaban más cerca del futuro que del presente. Se prestaban el collar arcoíris de Esmeralda, que había hecho con sus propias manos después de años juntando e intercambiando materiales, y se peinaban. 
El primer beso que se dieron también se sintió como un color nuevo, fuera de su vocabulario, que querían volver a usar una y otra vez. Tapizarse en él.
Fueron descubriendo nuevos colores juntas, tomándose las manos. Cuando un collar no fue suficiente, se fueron con la corriente cálida del cambio de estación a conocer otros lugares y, tal vez, hasta otros tonos de verde. Se fueron de la mano, sin arrepentimientos.