jueves, 3 de enero de 2019

Tatuaje

La primera sirena que se hizo un tatuaje fue todo un evento. No uno muy placentero, la verdad. 

Las sirenas son una comunidad armoniosa, por lo general, dado el bajo número de su especie, suelen llevarse bastante bien las unas con las otras, siempre conscientes de la necesidad de cuidarse entre sí. Una gran familia. 

Por eso, cuando una de las sirenas se entregó alegando haber asesinado a una compañera, la primera reacción de las Guerreras fue pensar que era una broma de mal gusto. Lamentablemente, este no fue el caso. No supieron muy bien qué hacer con la homicida, no había precedentes. 

Tuvieron que encarcelarla, sí, pero más por su propia seguridad que cualquier otra cosa: las sirenas estaban furiosas, cercanas a la fallecida o no, se apelotonaban en la cueva que hacía de improvisada y lastimera celda a gritarle los peores insultos. Si la hubieran dejado afuera, probablemente se hubieran contado dos muertes en el lapso de dos salidas de Luna. 

En el mar, la justicia era cambiante y fluida como las olas. El encierro no era un concepto existente ni conveniente, además, preferían un castigo breve y físico debido al número de habitantes marinas. Tampoco es que se cometieran crímenes terribles: un golpe venenoso, un robo desde la envidia, un codazo accidental que había terminado en una discusión demasiado acalorada. 

¿Un asesinato? Ni en las pesadillas más terribles. 

Llevaron el caso a las zodiaco, y entre ellas, solo Escorpión mostró la tranquilidad suficiente como para pensar en una solución frente al caso. Escorpión venía de unos mares lejanos, donde las sirenas pigmentaban sus bocas y sus cabelleras con tinta de pulpo, llevándolas todas por igual, y desde esos mares trajo una respuesta. 

“Que le tatúen el cuerpo entero”

Escorpión les había contado con anterioridad sobre los tatuajes, utilizados como castigo allá de donde venía, consistía en perforar la piel con cañas de bambú afiladas e ir dibujando sobre las cicatrices con tinta. Una costumbre totalmente retrógrada, habían pensado en su momento, sin embargo, seguir el ejemplo de sus hermanas de mares lejanos parecía ser la única alternativa en esta situación. 

Los tatuajes solían depender del delito, muchas veces un pequeño beso en el cuello, que simbolizaba adulterio. O eso decían. Resistir un tatuaje que se extendiera por todo el cuerpo, con la implicación de sesiones de horas y horas bajo el bambú afilado parecía una tortura que iba más allá de lo posible. 

Apostaron a la muerte instantánea de la Asesina. 

Asesina. Como si la hubieran rebautizado.

Como las sirenas no tienen el concepto de lo privado, cualquiera podía ir a observar cómo se hacía efectiva la condena en manos de Escorpión. Fue así como se llenó un arrecife entero, sirenas gritando los insultos más crueles, con la disposición de celebrar cada uno de los alaridos de la sentenciada. 

Sin embargo, no salió un sonido de la boca de la Asesina, ni una mueca, ni un suspiro. Nada.  El arrecife se fue vaciando tan rápido como se llenó. 

Escorpión partió esculpiendo calaveras y elementos cortopunzantes en la piel de la Asesina, pero terminó tatuándole corales y preciosas conchas de caracol a medida que el tiempo pasaba y trataba de sacar de esos labios la razón tras sus acciones. 

No recibió ni una palabra. 

La condena duró muchas salidas de luna, demasiado para contarlas. Después, cuando esta hubo terminado, las sirenas evitaban a la Asesina. Les ocasionaba terror que, con esa tortura, ella hubiera sobrevivido sin chistar, sin defenderse ni poner escusas.

No sabían si era admirable o estúpida, o ambas.

La veían deambular con sus tatuajes al rojo vivo, con esas flores imaginarias y temblorosas, negras e imponentes. Varias se tatuaron a escondidas después, bajo la axila, o donde no pudieran verles los garabatos que se dibujaban en medio de risitas. La Asesina deambulaba sin dar explicaciones, resignándose a los insultos, mirando el cielo, mucho más allá de la superficie marina. 

¿Qué pasaba por su cabeza?

No todo tiene una explicación, bajo el mar.

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