lunes, 31 de diciembre de 2018

Té verde

No entendía a los humanos, mucho menos a esa cachorra, siempre sola a la orilla del río (su río).

Se sentaba ahí sobre un género huacho, y masticaba una marraqueta dura con margarina, tomaba té verde en un termo y se dedicaba a mirar como si sus ojos atravesaran el agua que la ocultaba. Ella no sabía que una sirena de agua dulce le estaba leyendo el alma en cada uno de sus movimientos.

Allá en el mar dicen cosas, cosas despectivas de las sirenas de agua dulce. Todas lo sabían. Sin embargo, las sirena de agua dulce  (más pequeñas y de colores más cálidos y pasteles, pues los ríos y lagos eran más amables que el mar), tenían el don de la paciencia. No les interesaba ser reconocidas por las sirenas del mar. Esta docilidad les había traído problemas en el pasado, sobre todo con los humanos porque, las sirenas de agua dulce (amables y observadoras) casi siempre terminaban compadeciéndose de un humano, de un animal terrestre herido, el mundo estaba lleno de tentaciones que las invitaban a asomarse más allá de lo debido.

En la antigüedad eran llamadas ninfas, y solían ayudar a los humanos en las tareas absurdas que sus mentes enfermas de avaricia se proponían para complacer a los dioses del momento, dioses tan cambiantes que las sirenas se habían resignado a dejar que las palabras que titulaban esas existencias pasaran por sus oídos sin mayor importancia. Si sus dioses eran tan cambiantes, ¿por qué no mejor tener uno con fases y movimiento en la sangre, como el Mar o la Luna?

 Ahora el contacto con los humanos era nulo, un mandato de las sirenas del mar. Sobre todo, después que los humanos dejaron de temerle a esos dioses temporales (¿Cómo no, si tenían múltiples caras? No se puede confiar en máscaras) y se abalanzaron contra lo desconocido en un afán aventurero que arrasó con naciones enteras, contra creencias que no se respetaron y criaturas que no tenían la culpa de nada como sirenas y otros seres que se escondieron.

La cultura de las sirenas de agua dulce, sin embargo, continuaba estrechamente ligada a los humanos. Sus nombres, por ejemplo, solían elegirlos en pos de algún objeto o palabra que les llamaba la atención. Ellas, que no tenían madrinas sino que se criaban con la humilde guía de la corriente, adquirían todos sus conocimientos en base a los humanos: de algún libro que dejaban tirado, de una conversación furtiva, de una pelea que resonaba en la montaña. Tenían, por lo tanto, una visión menos agresiva con respecto a ellos y, por sobretodo, mucho conocimiento de sus costumbres. Cosa que resultaría muy útil de saber para cualquier sirena, sobre todo para las de mar, que se empeñaban en irse más al fondo cuando se presentían en peligro. De todas formas, confiaban con que un día aprenderían.

Ella, sin nombre, era de las pocas sirenas de agua dulce a quien los humanos, en vez de provocarle esa empalagosa admiración habitual, le inspiraban lástima. Los veía ahí, perdidos como barco en tierra, perdiendo el tiempo en cosas como recordar y llorar.

Ya era bastante mayor y todavía no tenía nombre, porque, honestamente, no sentía inspiración ni apego a ninguno de esos artilugios humanos. Tan rebuscados e innecesarios, tan ociosos y sin finalidad.  La verdad es que envidiaba a las sirenas de mar y, de no ser por su contextura delgada y sus escamas suaves, hace mucho tiempo se habría mudado allá.

Esa humana era la excepción. Venía cada seis apariciones de la Luna y pasaba la noche en una tienda mal armada junto al río, en un principio venía con su familia y luego, cuando ya había alcanzado la altura de diez salmones bien criados, sola.

Se conocían sin que la humana supiera. Ella, la sin nombre, la había observado durante toda su vida y si le preguntabas, te diría que no sentía ningún afecto hacia esa criatura. Lo que era una mentira. La sentía parte de sí. Un ciclo lunar sin ella se sentía vacío, afortunadamente, tal cosa no había sucedido. Hasta ese ciclo, en su año 26, durante la estación humana del invierno.

La sin nombre sentía en sus huesos la rudeza del cambio estacionario, sentía la ansiedad del río que bajaba helado y furioso por la abuela Montaña, como si hubieran tenido una discusión familiar. Aun así, la cachorra nunca había pospuesto sus visitas al río. Se sintió traicionada y preocupada.

Volvió dos ciclo después, dibujando corazones rotos y llorando cada cinco minutos. Una práctica común en los humanos, pero que nunca había presenciado en ella. Le rompía el alma verla así. Tampoco pudo entender como sus hermanas podían vivir con esa sensación en el pecho, cómo era posible que sintieran ese apego por cada acción o por cada humano que se cruzaba en sus camino. O eso se decía, cuando muy en el fondo sabía cuál era la respuesta: esa humana era especial.

Se encontraba entre la resignación, la estupidez y la adrenalina cuando se vio a sí misma estirarse fuera del agua, llamando la atención de esa cachorra que había invocado al Mar en cada una de sus lágrimas tormentosas.

Por primera vez se miraron directamente a los ojos.

Era obvio que ella, en la tierra, podía ver su cola rosácea flotando en el río, que podía ver sus escamas brillando en pleno sol de invierno. Y con todo, de su boca solo salió un

“¿No tienes frío?”

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