domingo, 6 de enero de 2019

Cangrejo

Un poco demasiado quieta, tal vez demasiado callada, la Cangrejo pasaba sus días con esos crustáceos con los que tanta afinidad tenía y que le daban su nombre. Casi en la superficie, le gustaba conversar con ellos y practicar diálogos imaginarios para tener un salvavidas contra su timidez que era casi patológica. Pláticas que terminaba nunca utilizando, se sentía rara y fuera de lugar con las otras sirenas, sobre todo después de la partida de su madrina. Como si se hubieran equivocado al darle ese cuerpo, ella se sentía un cangrejo, y le gustaba pasar sus días tratando de enseñarle a sus amigos que ir a la superficie era peligroso sin mucho éxito. 

Nunca supo el nombre de la sirena que siempre iba a la superficie. Solo tenía claro que era hermosa, la veía a la lejanía, sonriendo, sacando su cabeza en dirección a la costa como si no supiera de los peligros y las cosas malas del mundo. 

Muchas veces, mientras hablaba con los cangrejos, imaginaba que detenía a esa sirena para decirle que no lo hiciera más, que mejor se quedara con ella en la seguridad del mar. Se prometía a sí misma que al otro día iría a detenerla, a tomarle la mano y comprobar si era tan cálida como se imaginaba. 

No pasó mucho tiempo para que la Cangrejo se diera cuenta que la sirena, cuyo nombre no sabía, se encontraba regularmente con un humano. Eso le daba todavía más mala espina a la sirena, cuya personalidad no la dejaba hacer mucho al respecto más que ser una observadora pasiva y nerviosa.

Sin embargo, un día fue diferente. La sirena no subió a la superficie, fue el humano el que se lanzó al mar; con esos trajes negros que solo pueden simbolizar muerte, con esas máscaras que se asemejan a las calaveras de los barriles que vienen a tirar al mar. Lo vio con la lentitud del peligro: la red, el arpón, el horror en la cara de la sirena que siempre veía en la lejanía. El arma humana atravesando el cuerpo de su amante desconocida, de su amada a la distancia.

Salió de su escondite hecha una furia, gritando y sacando garras que no sabía que poseía, despedazó al humano que apenas alcanzó a notar su presencia y, por primera vez, vio de cerca a la sirena que admiraba de cerca. Era la más hermosa, incluso en la muerte blanca y eterna. 

Se entregó a las guerreras como la asesina. Se sentía culpable, porque si hubiera salido antes, si le hubiera hablado desde la primera vez que la vio nadar tan cerca de la superficie, si le hubiera dicho que era la más bella del mar tal vez la habría distraído con besos y caricias y charlas sobre los cangrejos. Era su culpa que estuviera muerta. 

Atónitas, las sirenas la habían condenado a tatuarse el cuerpo entero, le gritaron tanto “asesina” que se convirtió en su nuevo nombre. Y Asesina vagó por los mares, con su cuerpo pintado de pena, de vergüenza, viendo el fantasma de su amada en cada rincón inexistente del mar. 

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